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Así que... imposible dejar pasar este día sin aludirlo de algún modo. Este año quiero tenderle la mano a una aguja que sin duda ha sabido tejer prendas de lo más idóneas para arroparnos en una noche como esta: Edgar Allan Poe, maestro del relato corto, renovador de la novela gótica y especialmente recordado por sus cuentos de terror.
Hoy, como siempre, elijo trato, y os hago entrega de una chuchería muy especial, un dulce caramelo que paladear en nuestra mentes: un relato corto de Poe.
Reconozco que no es precisamente terrorífico, que sería lo más acertado para celebrar este día, pero me ayuda a regalaros un mensaje también propicio en estas horas en las que muchos y muchas recuerdan a quienes ya no están:
No atesores, simplemente vive
y disfruta lo que hoy tienes
al alcance de la mano,
y disfruta lo que hoy tienes
al alcance de la mano,
a la distancia de un abrazo,
a la vuelta de un vistazo,
porque tal vez mañana se vuelva inalcanzable.
EL RETRATO OVAL
(cuento)Edgar Allan Poe (Estados Unidos, 1808-1849)
El
castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza
entes de permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la noche
al aire libre, era una de esas construcciones en las que se mezclan la
lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado
cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la
imaginación de mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo
había sido recién abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en
uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una
apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y
viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y
variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande
de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas
pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en
diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía,
despertaron profundamente mi interés, quizá a causa de mi incipiente
delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas
del aposento -pues era ya de noche-, que encendiera las bujías de un
alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par
en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama.
Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, por lo menos a la
alternada contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño
volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la
descripción y la crítica de aquéllas.
Mucho,
mucho leí… e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron
las horas, hasta llegar la profunda media noche. La posición del
candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado
sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su
luz cayera directamente sobre el libro.
El
cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de
las numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un nicho del
aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese
momento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una
pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que
empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los
ojos. Al principio no alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero
mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón
de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para
pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para
calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y
más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura.
Ya
no podía ni quería dudar de qué estaba viendo bien, puesto que el
primer destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la
soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto
a la vigilia.
Como
ya he dicho, el retrato representaba una mujer joven. Sólo abarcaba la
cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina
vignette, y que se parecía mucho al estilo de las cabezas de
Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se
mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba
el fondo del retrato. El marco era oval, ricamente dorado y
afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser tan
admirable como aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de
manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la
inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía,
arrancada de su semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de
una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del
diseño, de la vignette y del marco tenían que haber repelido
semejante idea, impidiendo incluso que persistiera un solo instante.
Pensando intensamente en todo eso, quedeme tal vez una hora, a medias
sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin,
satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás
en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una
absoluta posibilidad de vida en su expresión que,
sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y
aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el
candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la causa de
mi honda agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las
pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato
oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen.
“Era
una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga
la hora en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado,
estudioso, austero, tenía ya una prometida con el Arte; ella, una virgen
de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y
sonrisas, y traviesa como un cervatillo; amándolo y mimándolo, y odiando
tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los
pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban de la
contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oírle
hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y
obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y
elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre
la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo que
avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y
taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto, que no quería ver cómo
esa luz que entraba, lívida, en la torre solitaria, marchitaba la salud
y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos salvo
de la suya. Mas ella seguía sonriendo sin exhalar queja alguna, pues
veía que el pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer
fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar a aquélla que
tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más desanimada y
débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz
baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto
de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquélla a
quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida
que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la
torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y
apenas si apartaba los ojos de la tela, ni siquiera para mirar el rostro
de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela
eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y
cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una
pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama
osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la
pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor
quedó en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba
mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: “Ciertamente ésta es
la Vida misma”. Y volviose de improviso para mirar a su amada. ¡Estaba
muerta!”.
“The Oval Portrait”, 1842.
Título originario, “The Life in The Death”
Cuentos, I, trad. Julio Cortázar, Madrid, Alianza, 1989, págs. 127-130.
Fuente del cuento: Blog Narrativa Breve
¡Feliz Halloween!
Que algún cuento terrorífico os abra la mente esta noche :)
Feliz Halloween, Poe es un autor del que no he leído nada
ResponderEliminarBesos