¡Aquí os dejo una NUEVA LOCURA!
Aunque en un principio presenté el texto en dos partes; finalmente, lo he unido en una única entrada para que resulte más sencilla su lectura y no estropear el ritmo de la historia. ¡Espero que os guste!
QUÉDATE CONMIGO

Sí, ella era
la razón por la que no remoloneaba en la cama, por la que media hora de mis
días hacía que las veintitrés y media restantes merecieran la pena, por la que
los fines de semana se hacían eternos y las semanas cortas. Y por la que, no
puedo negarlo, me sentía un cobarde que día tras día fracasaba en su propósito
de acercarse un poquito más a ella.
Todo
empezó hace un año, cuando se me estropeó el coche. Un Ford Fiesta que tenía ya
más de trece años pero que nunca me había dado problemas. Era ese primer coche
que compras de segunda mano recién sacado el carnet de conducir y del que, a
pesar de parecer más apto para cerillas que para personas, te cuesta tanto
deshacerte por la cantidad de recuerdos que contiene: primeras vacaciones
motorizadas con los colegas… lágrimas, risas y besos en el asiento del
copiloto… el mejor escondite de un paquete de Marlboro cuando tus padres aún ni
sospechan que has sucumbido al malsano vicio… En definitiva, había sido el
estandarte del paso de la adolescencia a la juventud, y todavía hoy seguía
aportando chispa a mi vida: ¡era el único rincón en el que podía escuchar mis
cassettes de El último de la fila!
No, nunca
me había dado problemas pero ahora parecía presentarlos todos juntos y tenía
para más un mes en el taller. Así que no me quedó más remedio que sacarme el
abono transporte y empezar a vivir en carne propia en qué consistía ser usuario
de la red municipal. Y así, desanimado por el fastidio que este imprevisto me
suponía, me arrastré hacia la parada del autobús y… la vi. No la busqué, ni
siquiera estudié con curiosidad por matar el tiempo a las personas que, como
yo, se encontraban de pie a la espera de la línea adecuada; pero ella se acercó,
me preguntó la hora, alcé la vista y… me desarmó. Sus ojos claros y chispeantes
me hipnotizaron, su brillante y rizado pelo cobrizo me cegó, su aroma me
embriagó, y sin saber muy bien cómo ni porqué me vi anhelando contar las pecas de su rostro y tocar sus
labios con las yemas de mis dedos. Le respondí de la forma más natural que mi
inesperado estado de nervios me permitió, y una vez que se mostró agradecida
con una gran sonrisa y se alejó, me pregunté qué demonios me había pasado,
¿cómo podía haberme convertido en tan sólo cinco minutos en uno de esos
protagonistas de los bodrios románticos que le gustan a mi hermana? ¿De verdad
existían las malditas mariposas en el estómago? No, no, debía reducir mi dosis
de cafeína sólo eso. Pero… ¿qué le pasaba a mi cabeza? ¿Por qué no dejaban de
asaltarme pensamientos propios del culebrón de las cuatro?
Fuera lo
que fuera, no me abandonó, pero yo tampoco quería que lo hiciera. Me hacía
sentir… pleno. Aunque, claro está, no compartí este nuevo estado con ninguno de
mis amigos. ¿Os imagináis a cuatro tíos escuchando lo feliz que me encontraba
por haberme colgado de una chica que veía a diario en la parada del autobús?
Hombre, tal vez Estela, mi mejor amiga desde el instituto me entendiera mejor
que ellos, puede que a ella si se lo contara. Pero, ¿por qué pensaba que una
mujer iba a entenderme mejor? Me hervía la cabeza y me ardía el cuerpo.
Todos los
días llegaba puntual a la parada. A pesar de no haber vuelto a hablar con ella
y de no saber siquiera su nombre, nos sonreíamos (yo por pura necesidad, ella
supongo que por hacerme ver que me recordaba). Ese contacto fugaz me aceleraba
el pulso y desbocaba mi imaginación. Cogíamos la misma línea, y aunque ella se
apeaba antes, el trayecto hasta su destino era el mejor comienzo del día que
podía tener.
Mi coche
por fin salió del taller y volvió a mi garaje. Y allí se quedó. De repente y
sin buscarlas, había encontrado todas las ventajas de usar menos el coche, o al
menos eso le decía a todo el mundo. Aunque más que ventajas había una única e
ineludible razón: ella. No podía dejar de coger el autobús antes de descubrir
su nombre, de hacerle saber mi interés por conocerla… por tal vez quedar en
algún momento para charlar… por… besarla. Pero toda la determinación que
atesoraba a lo largo del día se esfumaba a las ocho en punto de la mañana
cuándo volvía a verla de nuevo.
Un día, de
repente, cansado de sentirme un estúpido como nunca antes me había sentido,
decidí dar el paso de una vez por todas porque… ¿cuánto tiempo más podía
alargar esta chiquillada? La semana anterior, o mi deseo de que así fuera me
estaba cegando, o ella parecía mostrar también cierto interés en mí: me
observaba más de lo habitual, se colocaba a mi lado en la fila que
ordenadamente formábamos los pasajeros, me saludaba verbalmente… Parecía sentir
la misma placidez con mi presencia que yo sentía con la suya. No sé, algo
parecía estar cambiando o tal vez… ¿progresando? Y debía aprovechar la
oportunidad.
Así que un martes cualquiera me levanté pleno de seguridad, lleno de esperanza, y con
el convencimiento de que ese día era el día. A las 7:30 salté de la cama,
encendí la cafetera, me metí en la ducha, me vestí, y me preparé una taza de
café que acabó viajando por el desagüe del fregadero pues mi estómago estaba
demasiado agitado para tolerar nada. Luego, sin pararme a revisar si mi bolsa
contenía todo lo necesario para pasar el día, cerré la puerta de casa y,
demasiado ansioso para esperar por el ascensor, baje de dos en dos los
escalones de los cinco pisos que me separaban de la calle.
Pero cuando
llegué a la parada ella… no estaba. Esperé con ansiedad creciente, y ella… no
llegaba, apareció el autobús que cogíamos a diario y yo me subí pero ella… no
lo hizo. ¿Dónde estaba? ¿Qué podría haberle pasado? Me sentía aturdido,
disgustado y preocupado; pero, rápidamente para no perder la seguridad de la
que había logrado hacer acopio durante los últimos días, pensé: «Vamos Carlos, ¿es que ahora una persona nunca puede dormirse y llegar
tarde al trabajo? Mañana tendrás tu oportunidad».
Sin
embargo, no hubo mañana porque ella tampoco apareció, ni pasado mañana, ni la
semana siguiente… Parecía que se la hubiera tragado la tierra y deseaba que
hubiera hecho lo mismo conmigo.

Pasaron seis meses sin que supiera nada de ella. Seis meses en los que me convertí en un muerto viviente. Al principio albergaba esperanza de volver a verla: «la gente normal se va de vacaciones, o viaja por trabajo, o tiene que mudarse temporalmente de barrio…». Sí, “temporalmente”, era incapaz de asumir que se tratara de un traslado permanente; no, no podía aceptarlo de ninguna manera.
Pero poco a poco mi ilusión se fue apagando, había pasado demasiado tiempo, no sabía el motivo pero comenzaba a estar seguro de que no volvería a verla. Aún así, era incapaz de volver a coger mi coche y dejar de aparecer por la parada del autobús cada día porque, ¿y si regresaba y no me encontraba allí?
Estuve tan mal que no me quedó más remedio que confesarle a Estela lo que estaba ocurriendo. Su preocupación por mí, y la de todos mis amigos, fue creciendo de tal manera que o les contaba la razón por la que había dejado de ser “yo” o se volverían locos de preocupación. A ellos les ahorré los detalles más íntimos pero a Estela no, y ella comprendió que, aunque resultara increíble que una completa desconocida despertara en mí semejantes sentimientos, había ocurrido: lo que sentía por esa chica era mucho más que un simple capricho. Pero a pesar de ello, Estela creía que era el momento de empezar a recomponer mis pedazos:
─Carlos, debes barajar
la idea de que tal vez no vuelvas a verla, y de que no puedes continuar así ─me dijo una tarde con los ojos
llenos de preocupación.
Yo sabía que ella tenía razón, aunque me parecía imposible que pudiera llegar a ser capaz de enterrar mis sentimientos y seguir adelante sabiendo que ya no existía posibilidad de nada. No había explicación lógica para lo que sentía, o al menos yo me había negado a aceptar el romántico alegato de amor a primera vista, pero era lo que había.
Durante las semanas siguientes a mi confesión, Estela se esforzó al máximo por distraerme, ofrecerme nuevas ilusiones, reincorporarme a la vida social, ¡hacerme sonreír de nuevo! Y parecía que poco a poco estaba consiguiendo salir de la cárcel de angustia en la que me encontraba preso. Sí, poco a poco las piezas del puzzle de mi vida parecían comenzar a encajar de nuevo, aunque yo no estaba seguro de que no hubiera extraviado alguna dejándolo por siempre incompleto. Sí, me sentía mucho mejor, pero aún así, no dejé de acudir a la parada. Estela había conseguido anestesiar el dolor pero… extirparlo no iba a resultar tan sencillo.
Y entonces sucedió lo inesperado. Una mañana de las muchas mañanas en las que esperaba mi línea la vi. ¡Sí, la vi! En un primer momento dudé, ¿era ella?, estaba tan cambiada… Pero sus ojos y sus pecas no dejaban lugar a dudas: lo era.
Se acercó despacio, estaba bastante más delgada y llevaba un pañuelo en la cabeza que disimulaba el hecho de que no quedaba apenas rastro de su melena cobriza. Había palidecido y parecía tan… frágil. La chispa de sus ojos se había apagado, ahora sólo podía leer en ellos cansancio e incertidumbre. Sí, estaba cambiada, pero en mi opinión igual de hermosa. No se atrevía a mirarme. Escondía su cara y no dejaba de juguetear con el abono en las manos. Parecía avergonzada, como si no quedara nada de la seguridad en si misma que antaño proyectaba.
Sólo con mirarla lo comprendí todo y desee abrazarla más que nunca. Entonces, supe que Estela tenía razón, que mis sentimientos iban mucho más lejos que un simple capricho. Entonces, sentí con más fuerza que nunca el dolor que supuso su pérdida y mis deseos de no volver a perderla nunca. Entonces, no tenía dudas de que algo más allá de lo racional me había atado a ella en lo bueno y en lo malo, y me daba igual llamarlo amor a primera vista o como quiera que cualquiera quisiera llamarlo. Entonces, tenía claro que nuestro camino no iba a ser fácil pero quería recorrerlo con ella. Entonces, sólo entonces, con una calma que nunca antes había sentido en su presencia, me acerqué a ella y la abracé con todas mis fuerzas.
La resguardé junto a mi pecho y ella se acomodó sin reparo. Cerré los ojos y cómo si pudiera leer su mente, montones de imágenes acerca de sus meses de ausencia asaltaron mi cabeza, y la emoción me embargó. Deshice el abrazo, ella estaba mirando al suelo, levante su rostro suavemente tomándola de la barbilla hasta que sus ojos se encontraron con los míos, entonces ella supo que yo sabía. La besé suavemente, no se resistió. Ella también me besó. Todo estaba tan claro en mi mente. Ahora todo encajaba, ahora tenía todas las piezas del puzzle, ahora había recuperado mi vida. Y en ese mismo momento, mirándola fijamente y manteniendo mis manos en sus mejillas le dije:
─No vuelvas a dejarme
nunca
Un pequeño rescoldo de la chispa de antaño pareció encenderse de nuevo en sus ojos, y una lágrima se derramó por su pálida mejilla. Me sonrió, y pude sentir sus frías manos tomando las mías, cálidas y seguras. Y así, agarrados y en silencio, subimos al autobús e iniciamos nuestro primer viaje juntos.

No sabía que tuvieras un blog tan coqueto. Me lo apunto y lo seguiré. Un saludo. Jaraguá
ResponderEliminar¡Muchas gracias Jaraguá!
ResponderEliminar¡¡Espero que disfrutes con tus visitas tanto como yo te agradezco que las hagas!!
Estás en tu casa ;-D
Un saludo
Anuca
Ay Anuca tú vas a matarme con tus relatos, son increíbles. Me he emocionado. escribes de maravilla. Hermosa historia, además me he visto en varias escenas como la del café o bajar las escaleras. Hay momentos que si tienes que encontrarte con alguien especial tu estómago se cierra y quieres acapar las horas y resumir minutos. Has creado un final genial para una historia fuerte. Me ha encantado, que más decirte, un lujo leerte. Un beso grande, Lou
ResponderEliminarAy Lou, gracias a Dios no puedes verme porque... ¡¡estoy sonrojada hasta el extremo!!
ResponderEliminarEl lujo es, sin lugar a dudas, que TÚ ME LEAS.
¡Muchas gracias!
Anuca
Me ha fascinado Anuca, increíble como escribes. Lo único que puedo decir es que es hermoso.
ResponderEliminar¡¡Muchísimas gracias Catalina!! Mi mayor regalo es que disfrutéis leyéndome. Gracias, gracias, gracias...
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